MUJERES EN LA GUERRA DE MALVINAS

Siempre escuchamos, hemos leído libros e historias o visto documentales de aquella trágica e innecesaria guerra. De aquellos días fríos y oscuros de 1.982. Tiempo-Espacio en el cual, un dictador argentino, "El General Majestuoso y Borracho" se enfrentó a la "Dama de Hierro". Por supuesto, ellos no sufrieron ni perdieron nada: sólo enviaron marineros, soldados y pilotos al campo de batalla, como ganado, como carne de cañón. Algo que jamás les importó. Pero...¿Además de silenciar a los veteranos veteranos, heridos, con distintos síndromes, hablaron de las mujeres que estuvieron presentes o participaron en el conflicto?. NO. Por eso, investigué, encontré y recopilé sus relatos, de argentinas y británicas que vivieron ese horror.

       Ernesto Alejo Russo.


Enfermeras, instrumentistas quirúrgicas y hasta radio operadoras. Algunas a bordo del buque argentino Irízar, otras en un símil hospital ambulante en la ciudad patagónica de Comodoro Rivadavia y otras en centros militares. A 40 años, continúa la lucha de las mujeres de Malvinas que esperan el reconocimiento por su labor. No buscan dinero ni un título: solo ser escuchadas. “Una necesita un mimo al alma”, dice María Graciela Trinchín, aspirante naval. “Es necesario que de vez en cuando alguien se acuerde que hubo gente que se dedicó a la atención de estos heridos y que jamás en la vida se les prestó atención”. 

Estuvieron en la Fuerza Aérea, en la Marina Mercante y en la Armada Argentina. Tenían entre 15 y 16 años en su momento y eran aspirantes a enfermería. Una de ellas se había dado de baja seis meses antes de que iniciara el conflicto, pero aún así, la Armada consideró que seguía “bajo bandera”. Fue obligada a trabajar los 74 días que duró la guerra y posteriormente atendió heridos.

Sintieron las explosiones de artillería y vieron con binoculares los bombardeos mientras agarraban fuerza de quién sabe donde para atender a los heridos, muchas veces de munición y de metralla. Atendieron a combatientes con las extremidades congeladas (pie de trinchera), casos que solían terminar en amputaciones. Mientras tanto, algunos soldados pedían morir y si las mujeres lloraban, les hacían una reprimenda verbal.

En general, las trabajadoras no preguntaban qué les había pasado. Sólo escuchaban. Les contaban del frío, del hambre, de que extrañaban a sus mamás. Y ellas sentían la necesidad de abrigarlos. Las de la Fuerza Aérea recuerdan que cuando se abrían las puertas de los Hércules y bajaban las camillas, no había un solo soldado que no pidiera por su madre.

Durante esos días no hubo contención alguna, pero aun así ellas se la dieron a sus pacientes. Los sobrevivientes le decían a las mujeres que ellas eran las manos de mamá: “fueron las más inexpertas, pero salió del corazón de cada una de nosotras”, expresa María Graciela Trinchín. Y es que además de la atención sanitaria, fue muy importante el apoyo y el vínculo emocional que las trabajadoras construyeron con los soldados: ellas eran el primer contacto que recibían después de haber estado en la zona del conflicto.

Según afirma Alicia Panero, autora de Mujeres Invisibles -el libro que recuperó la silenciada historia de las mujeres que participaron de la Guerra de Malvinas-, las trabajadoras del Irízar fueron en un principio aisladas porque se decía que las mujeres a bordo daban mala suerte. Por otra parte, las pertenecientes a la Fuerza Aérea fueron las que más sufrieron abuso verbal.

En un traslado de Buenos Aires a Comodoro Rivadavia, un comandante tuvo que llevar a la cabina a cinco mujeres de la Fuerza Aérea porque no paraban de gritarles cosas y acosarlas. No querían que ellas estén ahí. También la pasaron mal en el hospital ya que no estaban muy informadas de lo que estaba pasando. Y mientras esperaban a los primeros heridos hacían vida de cuartel.

El silenciamiento del rol de las mujeres fue inmediato. En ningún momento se les proporcionó atención médica o psicológica, ni se les permitió comunicarse con sus familias durante varios días. Pero además, y como sucedió durante mucho tiempo después, se les prohibió que hablaran sobre el tema, principalmente porque habían visto las condiciones en las que volvían los soldados, mientras que los medios de comunicación, en complicidad con la dictadura cívico-militar, habían construido una imagen distorsionada de los hechos.

        Entre el miedo y el horror

En marzo de 2015, una de ellas por primera vez contó que la acosaron sexualmente. Y con el tiempo, muchas más se animaron a hablar. Claudia Patricia Lorenzini fue la primera en contarle a Alicia Panero su historia y todo lo que había vivido. A sus 15 años había ingresado a la Armada en el marco de un curso para mujeres de quinto año del secundario con experiencia en enfermería, dentro del ámbito civil. Por ello viajó al sur desde La Plata junto a otras tres adolescentes. “Aspirante Lorenzini, venga, vamos a ir a que se pruebe su uniforme de gala”, le dijo el teniente Italia y ella se subió a su cupé Fiat celeste. “Vos me gustas. Yo te voy ayudar, pero no tenés que decir nada a nadie porque te puede costar la baja”, le advertía. Y sus manos comenzaban a meterse debajo de la chaqueta de fajina. Luego la besaba, y le llevaba la mano a su miembro, mientras acariciaba sus entrepiernas. “Para mí era parte de la instrucción, pero me causaba mucho temor. Cada vez que él aparecía me producía un gran malestar, me irritaba su presencia.” expresó Claudia.

Hasta el momento son tres los casos de abuso sexual que se conocen, aunque sus víctimas no quieren que trasciendan sus nombres porque nadie sabe lo que padecieron. Una de ellas tenía 19 años, y al igual que el resto, culpa a Italia y Vivanco, los tenientes acusados de los abusos sexuales mencionados con anterioridad. “A mí me cagaron la vida. Me violaron en la habitación donde se guardaban las valijas”, recuerda. La pesadilla duró unos meses, hasta que pidió la baja. “Es una pesadilla que me llevaré a la tumba. Prefiero olvidar y tratar de pasar lo mejor posible lo poco o mucho que me queda de vida.

El sometimiento no fue sólo sexual. También hubo maltratos físicos y psicológicos. Uno de los testimonios es el de Nancy Susana Stancato, que en aquél momento tenía 17 años. “Soñaba con ingresar a la Armada para escapar del control de mis padres. Nunca imaginé lo que estaba por vivir”, cuenta. Por saludar con la muñeca doblada su instructor le pegó con una tabla, lo que le causó una fisura. En otra oportunidad, en vez de saludar como les habían enseñado, el suboficial le dio una trompada en el pecho que le dejó marcada por varios días un rosario que tenía. Fue testigo de patadas por hacer mal las lagartijas o por rendirse por no aguantar más.

Hace mucho tiempo, Nancy contó en una entrevista que cuando empezó a recibir a los combatientes vio el grado de desnutrición que tenían. “Todo eso hizo un crack en mi cabeza y lo comenté pero solo entre aspirantes y cabos”. De todas formas la llevaron a Nancy con el director Arieu y le dijeron que cometió traición a la patria. Le advirtieron que iban a pensar si le hacían una corte marcial y que la podían fusilar. Después la volvieron a llamar, le hicieron firmar un montón de papeles y le dijeron que no la iban a fusilar, pero que si hablaba de Malvinas, sus padres iban a desaparecer.

A pesar de haber puesto el cuerpo y presenciado cada uno de los hechos trágicos ocurridos durante la Guerra de Malvinas, a estas mujeres no las reconocieron socialmente. Todo lo contrario, fueron silenciadas.

En la ley argentina sólo es considerado veterano de guerra el que estuvo dentro de cierto perímetro de las islas y ellas no entran en esta categoría. De todas maneras, en el año 2009, el Ministerio de Defensa de la Nación certificó la condición de “veterano de guerra” a Maureen Dolan, Silvia Storey y Cristina Comarck. Y al año, dicho ministerio aprobó la Resolución que reconoce la “labor” de 16 mujeres en el Conflicto Armado del Atlántico Sur.

Aún así, a partir de la lectura del libro de Panero, Hilda Aguirre de Soria, senadora nacional riojana por el Frente para la Victoria, redactó un proyecto para que se reconozca a las veteranas y se les otorgue el derecho a una pensión vitalicia. La petición, al día de hoy, también incluye la propuesta de que el 2 de abril sea declarado como el “Día del Veterano, la Veterana y de los Caídos en la guerra en Malvinas”. Estas mujeres, vivieron el horror y la crudeza de la guerra, muchas con apenas 16 años, que no tenían por qué vivir semejante sufrimiento, y aún así fueron omitidas en la reconstrucción colectiva de uno de los episodios más tristes de nuestra historia. No son más de diez las mujeres veteranas que reciben pensiones y que se encuentran contempladas en la legislación. Lo único que recibieron a treinta años del conflicto fue una medalla que se envió a sus casas. Algo que no implica ni la mitad del reconocimiento de todo lo que vivieron. 

Es necesario igualar el reconocimiento a todas las que tuvieron un protagonismo silenciado y un rol de combate:

Susana Mazza, Alicia Reynoso, Gissela Bassler, Sonia Escudero, Stella Morales, Ana Massito, Silvia Barrera, María Marta Lemme, Norma Navarro, María Cecilia Ricchieri, María Angélica Sendes, María Graciela Trinchín, Mariana Soneira, Marta Giménez, Graciela Gerónimo, Doris West, Olga Cáceres, Marcia Marchesotti, Nancy Susana Stancato, María Liliana Colino, Maureen Dolan, Elda Solohaga, Silvia Storey, Claudia Patricia Lorenzini, Esther Moreno, Elsa Lofrano y Cristina Cormac.

"Cuando hablamos de la invisibilización del rol de las mujeres en la historia, no hace falta remontarnos a tiempos lejanos ni hablar en pasado. Si bien hoy en día las mujeres están ganando espacios gracias al movimiento feminista y al proceso de deconstrucción que están atravesando los hombres -eternos protagonistas de nuestros libros-, tuvieron que pasar muchísimos años para que se reconociera la presencia de las veteranas que participaron del conflicto bélico y que fueron apartadas de la memoria colectiva. Pero aunque el tema hoy sea algo de lo cual se puede charlar en un bar o en los espacios de militancia, ¿qué tan real es el reconocimiento que hay hacia las Mujeres de Malvinas?"
Reflexión por: Jazmín Gauna y Camila Brizuela.



                      KELPERS

Las que apoyaron la resistencia y ayudaron a los británicos. Las civiles que murieron por fuego amigo. Las que eran niñas en 1982. Las que se conmovieron con los soldados argentinos. Las que convirtieron sus casas en refugios contra las bombas tapizando la sala con cajas y colchones. Testimonios de la guerra fuera de las trincheras.
Por: Alicia Panero.

“Había dos soldados argentinos muertos, tirados boca abajo, aun puedo ver una mano pequeña y sucia sobre el pavimento. No sentimos nada, lo que realmente fue horrible, nunca me imaginé cuánto te endurece la guerra. Los dejamos atrás, y cuando volvimos alguien los había cubierto. Y lo que se ha quedado todos estos años conmigo, es esa pequeña mano sucia”, dice Eileen Vidal, isleña, sobre aquel trágico 1982.

Los archivos de medios británicos de la época señalan numerosas historias sobre lo que sintieron los isleños ante la llegada de las tropas argentinas. “Usted tiene derecho a vivir en libertad”, decía el folleto que entregaban los argentinos a los habitantes de las islas luego del 2 de abril. Desde un primer momento, lejos de creer en la oferta de libertad, los isleños se sintieron presos y tuvieron una participación activa de resistencia, saboteando comunicaciones, cortando cables, otros ayudaron con sus vehículos, cuando llegaron las tropas británicas, al reconocimiento del terreno.

Eillen Vidal era radio operadora en las islas, y cursaba comunicaciones desde las distintas estancias a la capital (Puerto Argentino). Ella permaneció en la radio luego de la recuperación de las islas ya que hacia pedidos de víveres, medicamente y otras urgencias. Y fue quien logró avisar al buque HMS Endurance, que no se acercara porque los buques argentinos estaban en puerto.

El historiador Federico Lorenz descubrió muchas publicaciones particulares, desarrolladas en breves relatos, que dan cuenta de los sentimientos de los isleños respecto de la “ocupación argentina”. 
Lisa Watson, una niña de once años en 1982, en su libro Waking up to war (Despertar de la guerra) relata como los perros de su padre estaban contentos por esos días porque estaban sueltos todo el tiempo, para alertar a la familia sobre “presencias no deseadas”.

Escribe sobre que dos soldados argentinos le pidieron a su padre que usara sus fusiles para cazar unos patos, porque “ellos tenían hambre y no eran buenos disparando”. El granjero, lo hizo, y expresa su preocupación: “Era mucho más fácil odiar el concepto vago y distante de una Nación Argentina, que despreciar a los que parecían dos seres humanos perfectamente normales”. A esos mismos jóvenes se les permitió bañarse en casa del granjero. Al irse, se dejaron olvidado el jabón, por lo que los niños hacían bromas y decían que si alguien lo usaba se le caerían los dedos.

Emma Steen, contó a un reportero inglés, que encontró algunos autitos de juguete en su patio luego de la invasión. Unos soldados los llevaban consigo y en la retirada se tuvieron que despojar de todo.

La señora Lucy Beck, en un escrito recordatorio sobre las víctimas civiles (Archivo Histórico UK. PPU. Falklands) habla sobre las consecuencias de la guerra, que alcanzan tanto a hombres como mujeres y niños, y el estrés postraumático que ha sido inevitable.

Sostiene que pudieron ser millones las víctimas cuando se comprobó que algunos buques británicos llegaron al área del Atlántico Sur cargando armas nucleares. La presencia de estas armas se confirmó en 2003, después de la presión que ejerció The Guardian sobre el Ministerio De Defensa. La versión señaló que fue accidental porque no hubo tiempo de descargarlas antes de zarpar, pero la Historia Oficial de la Guerra, escrita por Lawrence Freedman, asegura que fue intencional, en caso que el conflicto se intensificara y Rusia interviniera a favor de Argentina. 

El libro de John Folwer sobre la guerra, 1982- Días Difíciles en Malvinas, es sobre todo humano. Narra el alivio que sintió cuando derribaron un avión argentino, y la pena que no pudo evitar porque pasó tan bajo por su patio que pudo ver la cara del piloto. Fowler cuenta la anécdota de una niña que interroga a su padre ante el paso de soldados argentinos, y demuestra la brecha abierta en el corazón de los isleños:

-¿Papa, son hombres malos?

- Bueno, no conocemos a ninguno de ellos, así que es difícil contestarte. Puede ser que no nos guste lo que están haciendo, pero eso no significa que sean todos malos. Puede ser que tampoco les guste estar aquí, pero deben obedecer órdenes. Simplemente no sabemos, unos pueden ser malos, pero otros pueden ser muy buenos.

- Entonces, papá, ¿porque nadie los quiere?...

Respecto de las muertes civiles en la casa de los Fowler, Lucy Beck, isleña, guarda todos los recortes de la época de la guerra, porque siempre tuvo la intención de escribir una historia que contara sobre los muertos civiles durante el conflicto de 1982, según le contó al medio británico The Guardian.

Revisa sus recortes, piensa en lo que escribirá, y llega al punto sobre el que aun hoy hay desconocimiento y poca difusión. Muchos civiles han muertos en las guerras del siglo XX, civiles de los que nunca se recuerdan sus nombres. No se entierran en filas ordenadas como los muertos militares, ni son atendidos por la Comisión de Tumbas de Guerra del Commonwealth, dice.

En las islas, murieron tres mujeres civiles, y esta vez, si se conocen sus nombres: Susan Whitley, Doreen Bonner y Mary Goodwin. Las tres murieron durante un bombardeo por el propio fuego amigo británico. Se habían refugiado en una casa durante un ataque a Stanley. Los nombres de estas mujeres no aparecen en el Memorial de Saint Paul, pero son recordadas en el Memorial de la Capilla de Malvinas en Pangbourne, frente al pequeño cementerio de San Carlos, donde descansan los muertos ingleses en combate. También se las homenajea en el Monumento a la Liberación frente a la secretaria de Stanley. Las recuerda SAMA, la organización de la Medalla del Atlántico Sur. Y en la página web el Ministerio de Defensa, hay un cuadro de Honor en memoria de las tres mujeres. Pero Lucy cuestiona la inclusión de civiles en un homenaje militar, porque sostiene con vehemencia que ellas no eran militares y no optaron por morir en la guerra.
 Susan Whitley era profesora de economía doméstica, y en una exposición anual que se realiza en las Islas se exhiben sus obras, sus artesanías y bordados. Se creó un fondo fiduciario para educar niños y niñas de las islas en estas artes, y el fondo lleva su nombre. Lucy agrega que siete mujeres más murieron en la postguerra, como consecuencia de accidentes provocados en las rutas deterioradas y por la explosión de las minas antipersonales, hoy ya removidas. 
Verónica Fowler, tal su apellido de casada durante la guerra, es esposa de John . El lugar de la casa que más se identificaba con ella era la sala estilo Laura Ashley; era su reflejo más íntimo. Era el lugar central de la casa y el más seguro -según su marido- para construir un refugio.

Verónica escribió, inmediatamente después del 14 de junio de 1982, lo que ella misma llamo “el cuento de un ama de casa”.

“De las muchas indignidades e ignominias sufridas durante esta pequeña guerra podrida”, empezó. La rabia de ver su vida patas arriba. La rabia de ver desmantelar su comedor, celosamente decorado, único lugar de la casa que la reflejaba, para convertirlo en refugio por una guerra. Había internalizado la idea de su marido de que, si la guerra se prolongaba, se haría callejera, cuerpo a cuerpo, no habría balas perdidas, los matarían a todos y había que evitarlo.

A pesar del dolor por su comedor canibalizado, vuelto refugio, Verónica entendía las razones de John para construirlo. Los días de guerra provocaban angustia, estaban muertos de miedo.

Algunas personas cavaban refugios dentro de sus casas.Pero la casa de Verónica tenía piso de concreto, así que la sala era la mejor opción.

Las dimensiones eran de seis metros por dos, medidas habían sido dictadas no por comodidad de la estancia, sino por las palaciegas dimensiones del aparador Victoriano que otrora guardaba cubertería, mantelería de lino y cristalería. Esa pieza, cuidadosamente tallada y pulida, se vio despojada de sus tesoros para rellenarla con ropa y libros y convertirla así en la pared principal de contención del refugio.

Las tres paredes restantes fueron revestidas con cajas de té y de Johnny Walker llenas de turba, el techo cubierto con tablones, colchones, almohadones y todo protegido con una gran lona.
Verónica había sido un bebé de la Segunda Guerra Mundial, creció jugando en refugios antiaéreos abandonados, conocía bien su humedad, el olor a orina de gato, su oscuridad.

Consiguió que John la dejara dormir con la cabeza hacia afuera de la pequeña abertura que quedaba. La noche que la marina de guerra británica bombardeó su casa, había perdido la batalla con John por dormir con la cabeza fuera. Al momento que aterrizo el primer proyectil, ella, John y los niños dormían como bebes.

Esa primera detonación rompió todos los vidrios del comedor y de la terraza de invierno, Verónica estaba segura de que la casa se había mecido sobre sus cimientos cuando reviso el daño.

Se sintió defraudada, John le había prometido que la inteligencia militar poseía la tecnología necesaria para detectar una pelota de golf en el césped. Y ella le había creído. Como también le creyó, que una línea de ropa colgada, era una prueba positiva de existencia humana. En la guerra, no hay pelotitas del golf detectadas en el césped y las líneas de ropa no parecieron ser visibles pruebas de civiles esa noche.

A veces durante la guerra Verónica se preguntaba mirando al cielo: “¿Dónde está el dueño del telescopio que ve que estamos aquí? ¡Olvídense de las pelotas de golf! ¡Estamos aquí!”. Hasta que cayó en la cuenta de que el gran telescopio que imaginaba no encontró la pelotita, y les habían bombardeado el jardín.

Los bebes, después del primer estallido, quedaron durmiendo en el refugio. Los demás hicieron lo que hace todo británico: se fueron a la cocina a tomar un té.

Las tres civiles muertas en la guerra, luego del segundo proyectil, refugiadas con ellos, cayeron por el fuego amigo de la fragata misilistica Tipo 21 HMS Avenger, esa noche de junio.



La Operación Rosario: 2 de abril de 1982, la Argentina recupera las islas Malvinas.



Eileen Vidal.



Vista de columnas de humo luego de los bombardeos ingleses, en primer plano, el hospital civil de Puerto Argentino, junio 1982 (Foto: Eduardo Farré).



El libro de Lisa Watson sobre sus vivencias en la guerra como una niña de doce años.



El memorial para Susan Whitley, Doreen Bonner y Mary Goodwin. Las tres murieron durante un bombardeo por el propio fuego amigo británico. Se habían refugiado en una casa durante un ataque a Stanley.




Verónica Fowler en la portada de un diario de 1982: "Bebé que sobrevivió a la explosión de Port Stanley", decía el titular.




Fragata misilistica Tipo 21 HMS Avenger (F185).


               FUENTES: 

Introducción: Ernesto Russo.

Texto principal: Revista Sudestada, Infobae.

Fotografías: Créditos a quien corresponda.











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